A continuación, otra entrega del cuento de Manuel Sánchez de los Santos, como continuación de la anterior entrada. Sigan disfrutando con la trama, no tiene desperdicio.
Fue un mediodía del mes de Junio, caluroso y apacible. Las plantas de helechos
brillaban lozanas en el zaguán de la casa después de un buen riego matinal, y de la
cocina salía un apetitoso olor a patatas fritas en aceite de oliva. Las habitaciones de
la casa estaban abiertas de par en par dejando ver a quien lo quisiera la meticulosa
limpieza domestica en los muebles que en ellas había: altas camas con mullidos
colchones de hojas de maíz, que eran una de las diversiones del niño de la casa,
pues le agradaba oír el crujiente sonido de las hojas cuando se acostaba; o cuando,
recién hechas, subía en ellas, con zapatos y todo, para corretear colchón arriba,
colchón abajo, muertecito de risa, para terminar en brazos de su madre o su abuela,
que entre beso y beso le daban un suave tortazo en la pantorrilla y le decían un “eso
no está bien”. O las cómodas, de color caoba brillante y tapas de mármol, que, de
vez en cuando, madre e hijo, hurgaban en sus cajones, guardianes de fotos color
sepia, papeles amarillentos, recibos de haber satisfecho cantidades en pesetas y
céntimos... la una para evocar recuerdos, objetos o aromas ya olvidados, y el otro
para “meter la nariz en todas las cosas, ¡so curioso!”, como decía la madre.
Y en el fondo de la casa, el patio. Había una palmera gruesa y frondosa,
paraguas vegetal bajo cuya sombra se realizaba la mitad de la vida domestica, y un
naranjo de frutos agridulces y amplia cáscara que hacía fácil su peladura. Semilleros
de perejil y culantro, separados por lajas puestas de canto, podían verse en un
extremo, junto al gallinero, siempre verdes y jugosos. Había también rosales de
todos los colores, y geranios, y crisantemos, que hacían una preciosa primavera que
todo lo inundaba de fragancias naturales y vistosa policromía. El patio era el
orgullo de las mujeres de la casa.
—“¡Qué patio tiene usted, señora! Pasaba por la acera, y al verlo desde la puerta
me he parado a mirarlo.”— decía alguna mujer desde el umbral, cuando cruzaba por
la calle.
—“Ande, no se quede ahí; entre y véalo de cerca. ¿Verdad qué es bonito? Le
voy a regalar un tallito de ese rosal pacífico para que lo plante en su casa, que ahora
es el tiempo, y verá qué bonito se le pone.”— le respondía alguna de las mujeres
desde dentro, dejando de hacer momentáneamente cualquier faena -echar carbón
en los anafes, pelar patatas, majar un gazpacho, por ejemplo- que aparecía
secándose las manos en un delantal.
— Verdaderamente que está todo precioso. Esas rosas parecen de terciopelo,
señora. ¿Huelen bien...? ¡Hum...!¡Qué alegría! En estos tiempos todas las casas
deberían oler a flores y a comida.
Las regaban entre todos al atardecer, con minuciosidad, pero también lo hacían
algunas veces por la mañana, “antes de que el sol pegara fuerte y cociera las
plantas”, según palabras de la abuela, que era una experta en esos menesteres; no
en vano ella había plantado todo lo que crecía en el patio, desde el naranjo hasta el
jazmín y la palmera. Ponían empeño siempre en echar a cada planta la misma
cantidad de agua, ese debía ser el secreto. A las órdenes de la abuela se regaban
primero todos los rosales, después los geranios y los crisantemos y, por último,
los árboles. El agua la sacaban del pozo con un cubo de cinc, de bordes rotos y
retorcidos de tantos y tantos golpes en las piedras musgosas de la pared, que
colgaba de una chirriante garrucha, y lo vaciaban en un barreño grande que ponían
junto al brocal.
Participaban todas las personas de la casa, como ya queda dicho. La madre y el
padre se turnaban en la tarea de sacar el agua del pozo, pero la abuela y el niño, o
cualquiera de los otros ancianos, el tío de la barba poblada y la tía Enjuta, cada uno
en la medida de sus fuerzas, llenaban recipientes, como latas de leche condesada La
Lechera o de tomate natural pelado de cinco kilos, con agujeros en el fondo, que
luego vaciaban en las plantas a modo de regadera. La abuela era la directora de
aquel trasiego, que dirigía moviendo los brazos para señalar las plantas que había
que regar, o alzándolo para decir que ya era agua suficiente, que ya bastaba. A todos
le parecía su quehacer como el del director de la banda de música del pueblo, que
también tenía el pelo cano y movía los brazos igual. ¡Pero aquí los músicos eran los
regantes! Y la música, la que hacía el agua al caer sobre las plantas, con sus
distintos tonos, según las hojas. ¡Qué bien sonaba la música ronca y hueca en la
hoja de la aspidistra! ¡Qué suave en la de los helechos! ¡Qué silenciosa en la de los
coleos...! Y cuando terminaba, como el maestro de la banda, también la abuela del
pelo cano se limpiaba el sudor de la frente con el antebrazo. ¡Igualito! Eran labores
entrañables y refrescantes, a las que había que atender diariamente desde que
empezaba el tiempo seco y caluroso. Al final del riego, al niño de la casa le gustaba
contemplar cómo caía de todas las plantas una especie de lluvia minúscula y casera,
y el brillo vegetal de las hojas, que pasaban de un estado de serena decadencia al
de una explosiva lozanía. Todo, después del riego, hasta las personas, adquiría una
sensación placentera, que permitía un descanso para charlar y para dejarse acariciar
de aquel ambiente fresco, vegetal y tiernamente humano.
Y fue un mediodía de aquellos cuando vio pasar el carro tirado por las mulas, y
salio raudo detrás. Estaba comiendo, estaba dándole de comer su madre, en el
comedor de la casa, entretenido en una conversación de parientes ya fallecidos o
lejanos: “... y esta cucharadita por el tío Juan, que murió en la guerra de Cuba y la
abuela Leocadia se quedó muy triste.” O bien, “ ésta por papá, que está arrancando
monte en la Rivera y va a venir pronto a jugar con el niño de la casa. ¡En cuanto se
coma el plato!.” Pero vio aquellas mulas que tiraban de aquel carro, y al carretero
con su látigo sentado en el varal silbando alegremente, y tras ellos se fue como una
centella. Pero con su madre detrás. Quería subir en el carro y terminar allí el plato
de comida. Lo pedía llorando, con rabia, pataleando cuando era sujetado; y la madre
no tuvo más remedio que llamar al carretero y decirle que parara, que dejara subir
a su hijo para que terminara el plato de comida, que el médico le había dicho que
tenía que comer para que no se pusiera tísico, y ya veía él lo delgadito que estaba.
Y lo subió detrás; y mientras lo miraba todo con insaciable curiosidad infantil, los
sacos de carga, las vigas de madera que llevaba a una obra de albañilería al otro
lado del pueblo, el movimiento cíclico de los largos radios de las ruedas de madera,
E.C.... su madre, andando al mismo compás que las mulas, que refrenaba el amable
carretero, iba metiéndole una cucharada tras otra hasta agotar el contenido del plato.
De vez en cuando el carretero miraba hacia atrás y sonreía incrédulo.
—“¡Señora, vaya trabajera que se toma usted! Déjelo sin comer, y ya verá cuando
le entre el hambre. ¡Hasta las piedras se comerá...! ¡Si usted viera a los
míos...!”,—decía el carretero, padre inflexible seguramente, con razón.
—“Para que se me muera en una de ésas. ¡Al fin del mundo iría para que se
alimentara bien!”
Pero ya de vuelta consideró que había que hacer las cosas de otra manera, que
no se podía estar siempre con ese sinvivir y con ese trasiego.
—Algo habrá que hacer, —dijo para sí la madre con absoluta convicción— El
carretero tiene toda la razón del mundo, y aunque yo soy capaz de beberme los
vientos para que mi hijo se alimente bien, no creo que esta sea la manera. Debo
buscar algo que le entretenga, que le guste y distraiga para que coma igual que los
otros niños. Haría la que fuera. ¡Virgencita, ayúdame a encontrarlo!, Tú, que todo
lo puedes, y prometo rezarte un rosario, o dos, o los que hagan falta. ¡Vaya que si
los rezo! ¿A lo mejor yo soy la responsable de malcriarlo...? Es que es tan poquita
cosa...Pero lo buscaré. Tengo que encontrarlo por mi bien y por su futura educación,
porque se puede convertir en un ser mimado y dependiente.¿Y si yo faltara un día..?
¡Dios mío, no quiero ni pensarlo!
Interviniese la Virgen o no, la solución llegó inopinadamente el día que hubo
que cortar la vieja palmera del patio, que años atrás sembró la abuela del pelo
blanco, la que hizo con sus manos la casa donde ahora vivían cuando se casó con
el abuelo, que falleció pocos años después porque se le cangrenó la mordedura de
un topo, y el médico no pudo hacer nada. Cuando se dieron cuenta del estado de la
pierna, ya era tarde. Vivían, cuando trabajaban en el campo, en una casa
destartalada y ruinosa que necesitaba constantemente arreglos para que no se viniera
abajo; y en uno de ellos, un topo que apareció por allí le mordió la pierna, en la
pantorrilla, donde le dejó una marca de dientes fea y profunda. Pero no le
prestaron mucha atención; el mayor peligro era morir sepultados. Primero los
dolores se hicieron intensos; luego, las fiebres altas y después, inevitablemente, la
gangrena y la muerte. Desde entonces la abuela vivió sola y encaneció trabajando
para sacar adelante al padre del niño de la casa. Más tarde llegaron para hacerle
compañía, desde la capital, donde vivían, el tío de la barba poblada y la tía Enjuta,
que eran hermanos. Y la casa, desde ese momento, fue hogar de todos.
Hubo que cortar la palmera porque había que hacer unas obras en el patio,
ensanchar la cocina, y las hojas y el ancho tronco lo impedían. De modo que aquella
sombra refrescante, aquel nidal de gorriones, aquel arrullo del viento, iba a
desaparecer para siempre del paisaje del patio. Su tronco, ancho y áspero, había
servido para colgar los cacharros de cocina cuando se fregaban tras la comida, y
parecían condecoraciones sobre el uniforme de un militar arborescente; o para poner
el jabón, cuando se lavaban los mayores metiéndose como niños grandotes en unos
lebrillos (había uno, el más grande, que servía para lavar, y otros más pequeños,
para aclarar y dar añil a la ropa, que salía con reflejos levemente azulados), con
agua tibia calentada bien al sol, bien al fuego de la chimenea; o para colgar el
espejo, donde se miraban para afeitarse a navaja los hombres de la casa. Sus hojas,
grandes y anchas, habían servido para adornar las puertas y ventanas del vecindario
cuando cantaba misa por primera vez algún joven sacerdote de la localidad.
«Señora, ¿me corta usted unas hojas de la palmera, que hoy canta su primera misa
el hijo de Nicolasa, que se ha hecho cura en la capital.» «¡No me diga! Si era un
crío hace nada. ¿Cuántas necesita?» Pero sobre todo las hojas servían por la sombra
tan grande que daba, que casi cubría el patio entero, bajo la que se podía estar
tranquilamente sentado en las tardes más calurosas de agosto sin sentir el más
mínimo recalmón; o comerse un buen gazpacho o una sopa de ajos con uvas, que
eran platos muy socorridos y alimenticio. Pero hubo que cortarla, y la nostalgia y
la pena que suponía dejaron paso a la necesidad.
El talador que se avisó para que realizara la operación era hombre experto y
avezado, según las herramientas cortantes que dispuso alineadas en el suelo: una
sierra de carpintero, varias hachas de diferentes hojas y tamaños, calabozos,
serruchos..., y, junto a ellas, unos guantes de piel dura, de material, y un mandilón
azul con un peto de piel ya algo gastada. Se avisó a la chiquillería para que el ramaje
que fuese cortado se retirase y se llevase a las afueras del pueblo, arrastrándolo, una
vez que alguien, el tío de la barba poblada, les hubiese cortado las peligrosas púas
con unas tijeras de podar rosales; y, después, se invitaría a todos a comer las partes
más blandas del árbol a medida que el talador las fuese sacando: hojuelas, tallos,
E.C.. Muchos niños vinieron al festín vegetal y la casa se llenó de vecinos y vecinas
que no habían visto nunca cortar una palmera y, sobre todo, comerse un palmito tan
grande. Sería como la matanza del cerdo, pero en árbol.
El niño de la casa estaba por allí disfrutando con tantas personas como entraban
y salían. Pero en el fondo, sus ojillos dejaban entrever una tristeza que no pasó
desapercibida para la madre, que enseguida lo consoló con promesas futuras de que
plantaría otra igual cualquier día, para que diera buena sombra y pudiera él jugar a
los caballos, jinete en la escoba, ese fino corcel que se adentraba con valentía en el
frondoso bosque de helechos y aspidistras que había amontonadas en el sitio más
húmedo y umbrío del patio, y para que se enfrentara sin temores de ninguna clase
a centenares de enemigos alados como mariposas, a los que era muy difícil vencer
porque se elevaban a donde no llegaba la espada de madera que le hacía su padre.
O a aquellos otros que se arrastraban silenciosamente como las salamanquesas y
lagartijas, a las que no había manera de sorprender y aplastar con la cerbatana de
caña y balines de eucaliptos. O a aquellos otros que huían veloces ante su galope,
como el gato del vecino, que se comía las raspas de pescado y nunca presentaba
batalla el muy cobarde. Pero sobre todo para que pudiera corretear nuevamente con
sus amigos todo el patio, entre las sillas y los taburetes, sin que les diera calor y
sudaran como pollos, cuando les apeteciera ser bandoleros de la serranía. Y que los
gorriones que todo lo alborotaban, también tendrían un lugar verde y protegido
donde hacer sus nidos y poner sus huevos, como las gallinas en el gallinero. La
abuela se encargaría de eso, que era la que más sabía.
El talador, que llevaba unos pantalones de pana marrón remendados con culeras
de lo mismo aunque algo más oscura, comenzó cortando las hojas. Primero, desde
el suelo, con la sierra de carpintero o con un serrucho, las más bajas; después,
ayudándose con una escalera de mano, las más altas, hasta dejar las hojas que
apuntaban directamente al cielo azul. El suelo empedrado pronto se convirtió en una
alfombra verde, y todos tenían la precaución de advertir a los que iban llegando,
vecinos curiosos en su mayoría, que no se pincharan con las puntiagudas hojas.
Tenía el buen hombre una cierta parsimonia en su trabajo. De vez en cuando se
retiraba para mirar con los ojos entrecerrados el resultado de su labor como un
escultor que en vez de hacer deshiciera una escultura. Como el que contempla un
cuadro impresionista colgado en la pared de un museo. Tocaba su cabeza con una
boina raída y de enhiesto rabillo, por la que se escapaba una amplia coronilla
tonsurada por el tiempo, y, a ambos lados de ella, unos bordes capilares de color
indefinido: unos veces grises, otras veces...Era un hombre mayor y muy
comunicativo.
— Pues ayer estuve con la gente del trabajo viendo una corrida de toros. Hacía
tiempo que yo no veía una cosa tan emocionante, ¡y mira que he ido veces! Sobre
todo el segundo toro. Habíamos estado tomando unas medias de vinos en la taberna
y, entre una y otra, decidimos ir. ¡Total, está tan cerca el pueblo! ¡Pero qué toro,
Dios mío, qué toro! Se arrancó al caballo desde lejos, después de haberlo puesto en
suerte un peón tocándolo con el capote lo justo, corriendo para atrás, que es como
se deben hacer estas cosas. Allí lo puso, casi en el platillo de la plaza. El toro, ¡qué
toro!, miró a todos lados y en la plaza se hizo un silencio que se podía cortar con
este serrucho. Se quedaron sólo toro y picador. Este lo llamó: ¡ehe, toro! ¡ehe, toro!
Y el animal, negro como una noche cerrada, alargó de pronto el cuello, hizo palanca
con los cuarto traseros clavándolos en la tierra, apuntó con sus cuernos hacia donde
lo llamaban, y metiéndose en el aire se arrancó como una flecha. Esa es la sangre
brava, señores; lo que ha hecho que exista esto que se llama tauromaquia; sólo esto.
El público, ¡para qué hablar!, se estremeció en las gradas, y, saliéndole de dentro,
dijo un ¡ole! lleno de entusiasmo. Pero todos juntos, casi como una misma alma. Y
ahora vamos a cortar el tronco poquito a poco, por capa. Señora, traiga usted algo
para que vayamos poniendo lo que se come.
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