domingo, 29 de marzo de 2009

El NOVILLO LOMBARDITO

Os traigo a continuación la primera entrega de la historia del Novillo Lombardito. Un texto escrito por el magnífico aficionado de valverde, Manuel Sánchez de los Santos en la línea tradicionalista, costumbrista y cotidiana de nuestra historia a la que nos tiene acostrumbrados en sus relatos que por ejemplo publica en la revista taurina "Palco de Ganaderos". Es un disfrute leerlo, no se lo pierdan. Lo publicaremos en tres entregas.


No podía ser de otra manera, cada vez que el niño de la casa tenía
que comer había que contarle un cuento. Pero no un cuento
cualquiera, no. Tenía que ser un cuento sobre toros y toreros. Cosas
como estas, que su madre inventaba sobre la marcha, cucharada tras cucharada,
mientras el niño, sentado en una sillita alta, seguía absorto, moviendo sólo la
garganta para que los alimentos pasaran, unas veces lento otras rápido, a su
organismo, según las pausas y los pasajes de la narración. Su madre decía: “...Y de vez en cuando, el ganadero mandaba a sus vaqueros que sacaran los toros a campo abierto para que pudieran moverse con total libertad por la dehesa. Pues un día de esos, en el que salían las reatas seguidas de los vaqueros a caballo con sus largas picas al hombro, formando una algarabía de todos los demonios, donde se mezclaban mugidos, relinchos y gritos casi por igual, atronando la tierra como si tocaran mil tambores; en un día de esos, digo, Lombardito, el novillo cárdeno que recogió el mayoral viejo de unas zarzas donde había caído el día que nació, se quedó rezagado, embistiendo, como jugando, a unos perros que le ladraban...Así comienza la divertida historia del novillo que usó pijama. ¿Crees que los novillos no pueden usar pijama? Pues escucha...” Contarle cosas así era la únicas manera de garantizar que el plato de sopa, o de cualquier otra cosa, quedara vacío.

Porque la criatura, de delgadez casi enfermiza a juicio de sus padres, no perdía
detalle de lo que le decían: abría la boca, masticaba lo que cayera, tragaba y volvía
abrir la boca casi al mismo tiempo que empezaban y terminaban las frases del
cuento. Los de policías y ladrones, los clásicos de Caperucita y el lobo, Pulgarcito
o la Bella Durmiente, no funcionaban, por más que se empeñaban los padres y los
abuelos en ponerles buenas dosis de realismo y credibilidad. Si hacía falta hacer
morisquetas y visajes varios, pues se hacía. Pero todo era en vano. El plato quedaba
intacto para desesperación de unos y otros.

El médico había dicho que una buena alimentación a sus horas era básico para
un desarrollo correcto de las personas; y más de aquella, que con tres o cuatro años
apenas, todavía no tenía los rebujos fuera; pues a los pocos días de nacer había
tenido problemas con el estómago a causa de haber mamado una leche materna
demasiado calórica: fue la de una matrona experimentada, que al verlo llorar
desconsoladamente, creyó que era por hambre el motivo, y le dio de mamar su leche
gorda, alimenticia en exceso, ante la complacencia y el temor de su madre, una
primeriza inexperta.

— ¿Pero qué le pasa a esta criaturita, Dios mío? ¡Tan chica como es! ¿Por qué
lloras tú, dime?—, y lo cogió en sus brazos mimosamente.
— Hace rato que no para de llorar. Se me abren las carnes al ver las lágrimas
salir de esos ojos tan pequeño. ¿Puede caber tanta en ese cuerpo?— exclamó su
madre.
— ¿Ha comido?
— De la leche de mi cuerpo. ¿Tan pobre soy que ya no hay en mi ni alimento
siquiera para que mi hijo coma?
— ¡Quita, quita...! Yo le daré, que estos pechos han alimentado a dos robles. Y
aún lo siguen haciendo. ¿Has visto mis hijos que sanos se crían? Al más pequeño
le dí antes de segar, y he venido andando desde el campo bajo este sol tan intenso,
y aquí están: ¡que rebosan de jugo!
— ¿Y no será malo para mi hijo? ¡Mira que los tuyos tienen meses...!

La mujer le dio de mamar de sus fuentes inagotables, y los temores de la madre
se cumplieron. Segar. Caminar. Verano. Tras la placidez vino la tormenta, y el color
rosa de la piel del recién nacido se mudó en marfil. Tras los vómitos y diarreas que
sobrevinieron, que asustó a todos porque parecía que la criaturita se moría en cada
golpe de vómito que daba, el médico pronosticó que había serio peligro de que se
fuera para siempre. “La cosa es gorda; para asustarse –dijo el médico–. Si sale de
esta será milagroso. Pero habrá que intentarlo.” La angustia se metió en el alma de
aquella mujer y de su familia con la posible perdida del fruto de su matrimonio. En
aquella casa hacía falta la vitalidad de un niño que llenara de alegría los rincones
y el patio. Que corriera tras las mariposas que revoloteaban por los rosales y los
geranios; que correteara a la sombra de la palmera montado en el caballo escoba y
que imaginara una silla tren haciendo ¡puf!, ¡puf!, ¡puf!, como los que se oían llegar
y salir de la cercana estación de ferrocarril. Que se metiera en lo más hondo del
ropero, entre las sábanas y los traje del padre y los vestidos de la madre, para jugar
al escondite; o debajo de las camas, como los gatos, igual que hacían todos los niños
de las otras casas. No se podía morir. No lo consentirían. Se turnarían a la entrada
de la casa para impedir el paso de alguien -o de algo- que se pareciera a la muerte.

Por eso se compraron potingues de todas clases y medicinas en el extranjero, para
lo que hubo que vender cosas de algún valor, como ajuares y cuberterías de una
plata antiquísima, que el tío de la barba poblada, venerable anciano que vivía en la
casa desde la muerte del abuelo, había coleccionado en sus viajes por el país; cosas
sueltas, más que nada, porque en aquella casa no se nadaba en la abundancia. El
del padre, que trabajaba en el campo arrancando monte con las manos para luego
repoblar las sierras de eucaliptos, -oficio residual, duro, sacrificado, terrible- era el
único y poco jornal que entraba en la casa.

Y en ese oficio conoció a la que sería su esposa y madre del niño de la casa.
Estaba encorvado arrancando jaguarzos y jaras cuando ella pasó, amazona en un
borrico, de vuelta de la fuente. Llevaba anudado en la barbilla un pañuelo negro y
sobre él un sombrero de paja ancho que le ocultaba el rostro casi en su totalidad.
Calzaba toscos borceguíes, y un vestido, negro también , cubría su cuerpo hasta las
pantorrillas. Pero una flor, una margarita silvestre, colocada a la altura de su oreja
izquierda adornaba femeninamente su rostro ovalado. Sobre su costado izquierdo
apoyaba un cántaro y con la mano derecha manejaba las riendas de la bestezuela,
que obedecía ciegamente las órdenes que le daba. Miriadas de encinas y
alcornoques servían de decorado natural a la escena. El camino, polvoriento y
sinuoso, pasaba cerca del lugar que había de desbrozar aquella cuadrilla de
trabajadores. Diseminados estaban por la ladera del monte, y cada uno de ellos
llevaba arrancado ya bastantes haces de jaras, que depositaban agavillados sobre
grandes montones, circunstancia esta que le daba a los cerros, ya todos pelados, el
aspecto de estar adornado de centenares de protuberancias de residuos vegetales, y
mostraban, por mor de las arrancaduras, sus entrañas rojizas que milenios de tiempo
habían ocultado celosamente. “¿Lleva usted agua, señorita?”, preguntó, cesando un
momento en su trabajo. Con el cuerpo derecho, con la boina levemente ladeada
hacia la izquierda, apareció cansado y gentil. Se acercó y cogió el cucharro que ella
le ofreció, rebosante de agua fresca del cántaro. Bebió sin dejar de mirarle a los
ojos; logró que ella desviara los suyos pudorosamente y le dio las gracias cuando
sació totalmente su sed. “He conocido a mi novia”, comentó a uno de sus
compañeros de faena cuando la vio alejarse. Al día siguiente comenzó a cortejarla
respetuosamente. Un ramo de lirios silvestres fue su primer regalo; y al cabo de los
años se casaron una primavera, y sus compañeros adornaron el altar de la iglesia
con ramos de blancas flores de jara en honor de los novios.

Ella aportó a la nueva familia el trabajo doméstico, que no era poco, y una
pequeña dote, regalo de sus padres. Los otros miembros que también vivían en la
casa, el tío de la barba poblada, la abuela del pelo cano y la tía enjuta, vivían de su
exigua y mísera pensión. Si hubiera hecho falta vender la casa para salvar al niño,
se hubiera vendido. Pero gracias a los medicamentos y a los cuidados atentísimos
de toda la familia, el crío fue poco a poco adquiriendo color de cara y una cierta
consistencia en el cuerpo. Lo que fue un alivio.

Pero le quedó aquella extrema delgadez que preocupó a toda la familia sin
excepción, y se achacó a secuelas incurables del “mal de la matrona”. Había que
hacer lo posible para que el niño saliera adelante. Y se hacía, como dijo el médico,
a base de una intensiva y disciplinada alimentación. El tiempo y las buenas viandas
curaron aquellos males del estómago. Y no es que ahora, a esa edad, estuviera
enfermo, una gran vitalidad indicaba lo contrario, es que se había convertido en un
inapetente de pronóstico reservado. Y ello provocó una intranquilidad general en
todos porque temían secuelas físicas terribles y retroceso en su salud. Nunca es
completa la felicidad en la casa del pobre.

Su familia utilizó todos los recursos que estaban en sus manos para que comiera
con regularidad las comidas que preparaban. Desde meterse en el gallinero con las
gallinas hasta salir al campo con el plato, la cuchara y la servilleta en las manos. En
uno y otro caso, su madre, su pobre madre, iba detrás como un lacayo tras un
príncipe. Si era dentro del gallinero, había que aprovechar algún momento en el que
el maldito crío descansara de perseguir a la gallina negra, porque hubiera dado ésta
un vuelo y se hubiera encaramado en el más alto de los palos. Ese era el momento.
Entonces que su madre le metía una cucharada de guiso en la boca, o varias, según
fuera el tiempo que tardara en decidirse a perseguir, por ejemplo, a una de plumaje
ígneo, que era de las más ponedoras, y su madre ponía el grito en el cielo: “A esa,
no; ni me la toques, que de ahí salen los huevos que tú te comes.”

Otras veces, sentado en una sillita baja de enea, se quedaba tranquilo cuando
tomaba entre sus manos flacuchas un huevo aún caliente del nidal, que era una olla
de esas rojas, mellada y rota, que ya no servía para cocinar; o una palangana
viejísima, “de los tiempos de Matusalem”, que tampoco servía. O cuando su madre
ponía alguna gallina en su regazo y el niño de la casa la acariciaba con ternura, con
los ojos fijos en la cresta o en los hoyuelos del pico. Las compañeras, entretanto,
permanecían, seguramente con el corazón encogido, en el palo más alto, mirando
de hito en hito, con desconfianza, hacia aquella fiera intrusa que alteraba, ¡y de qué
manera!, la tranquilidad del gallinero. Comía así, distraídamente, a dos carrillos.

Alguna que otra vez las gallinas mostraban su rebeldía, y entonces madre e hijo
salían de allí corriendo como despavoridos, por los constantes vuelos que las
iracundas gallinas hacían alrededor de sus cabezas. “Vámonos de aquí, que nos
picotean”, decía la madre, mientras abría la puerta del gallinero y cubría con su
delantal al niño, que, a hurtadillas, asomaba la cabeza para presenciar los vuelos y
revuelos de gallos y gallinas. El plato, que alguna se habría llevado por delante en
algún aleteo furioso, yacía volcado en el suelo, en medio de aquellas inmundicias
que suele haber en cualquier gallinero que se precie. El crío, ya a salvo, desde la
puerta, decía “pita, pita”, y restregaba sus deditos, llamándolas, como su tuviera
comida que darles. Las aves, por su parte, ajenas a todo, dándole la espalda,
picoteaban en tropel los restos de garbanzos y patatas que estaban destinados para
él. Un poco más lejos, la familia sonreía. “Lo que hay que hacer para que coma”,
pensaban todos seguramente. Pero volvían a intentarlo con otra triquiñuela,
inaccesibles al desaliento.

Había que encontrar alguna forma para que la buena y abnegada madre no tuviera
que ir de un sitio a otro con el plato de comida en las manos detrás de aquel
arrapiezo flacucho y caprichoso que tenía por hijo; o la tía enjuta, o la abuela del
pelo cano, que también se turnaban en aquel cometido, porque todas habían
asumido como propia la responsabilidad de alimentar correctamente aquel cuerpo
de alambre que parecía tener el niño de la casa.

Sobre todo a la tía Enjuta es que se la llevaban los demonios cuando tenía que
coger plato y cuchara, y perseguir para alimentar a quien se negaba a deglutir ni
siquiera el aire que respiraba, si es que se puede decir así. Era una mujer menuda
de cuerpo y flaca de carnes, que andaba algo encorvada por los años de servicio en
tal o cual casa de los madriles, donde pasó su juventud primera y donde no tuvo un
rato ni para conocer el amor. Su cara era todo un compendio de arrugas como
cicatrices. Las había largas y profundas que salían de las comisuras de sus labios y
se perdían allá arriba, junto a los ojos, marcándole los pómulos enrojecidos como
cerezas; otras, en cambio, eran suaves como tímidas pinceladas, que le salían de las
sienes y se perdían entre los primeros cabellos, que permanecían eternamente
recogidos en un moño perfecto, y donde ya no quedaba nada de la seda que antaño
habría habido. Esta mujer gritaba, perdía los nervios y juraba en arameo cuando la
fiera no abría la boca para recibir la sopa, y en cambio la cerraba
provocadoramente, volviendo, encima, la cabeza hacia otro lado. La tía Enjuta
trataba de horadar con la cuchara en aquellos labios sellados como entrada de
pirámide, pero sólo conseguía que la sopa manchara su inmaculado delantal negro,
ante los violentos movimientos del crío para rechazar la cucharada. «¡Qué no puedo
con este salvaje! ¡Qué alguien me ayude, por Dios, porque esto es superior a mis
fuerzas!»

Pero si alimentarlo era un imposible, sí podía en cambio dormirlo en el regazo.
Era mano de santo para el niño de la casa cuando se balanceaba sentada en la silla
baja de pleita (o en el umbral mismo de la puerta, cuando caía la noche en días
veraniegos, contando estrellas y constelaciones: “aquella es la polar; y a aquellas
otras que están allí todas juntas, les llaman por eso las cabrillas”), y tarareaba una
nana mientras los dedos menudos del querubín surcaban aquellas arrugas de la cara
como si pretendiera extraer con ellos el sueño que al poco rato le invadía. Pero en
cambio, la madre ni se ponía nerviosa siquiera; era lo contrario a la tía Enjuta, pues
su capacidad de sacrificio no tenía límites, aunque a veces era extremadamente
difícil argumentar y justificar ante los vecinos situaciones complicadas. Como
aquella del carro, por ejemplo.