viernes, 29 de mayo de 2009

EL NOVILLO LOMBARDITO (...y III)

Desenlace final de la preciosa historia de Manuel Sánchez de los Santos, del que en breve tendrán nuevas y muy buenas noticias referentes a los prolegómenos de la feria. Sirva la publicación de este cuento como homenaje a su autor. ¡Suerte maestro!



— Pues no sabía yo que te gustase eso del toreo, Edelmiro—, dijo el padre.
— De siempre, mire usted. Y a mi padre; y al padre de mi padre... Lo que pasa
es que no tengo medios para ver todas las corridas que quisiera; ni de locomoción
ni de los otros, ya me entiende.

Quizá por la narración, quizá por los ademanes toreros que hacía el talador,
pronto se formó a su alrededor un auditorio selecto y atento, porque todos los
presentes gustaban de cosas taurinas. El tío de la barba poblada, que en su juventud
madrileña había visto a los grandes espadas del momento deambular por los cafés de
la Puerta del Sol; y, según dijo, más de una vez se paró a contemplar sus magníficas
figuras de atletas, sus impecables trajes cortos con sus camisas de chorrera y sus
leontinas de oro colgando de sus chalecos, y sus sombreros calañés ligeramente
ladeados sobre una cabeza de la que sobresalía una coleta, santo y seña de la clase
torera, bebiendo aguardiente y exhibiéndose con sus cuadrillas ante chulapas la mar
de jacarandosas. Que metían bronca algunas veces por llamar la atención cuando no
entraban en los abonos, y eran rumbosos las más cuando figuraban en los carteles.
Que iban con su corte de aduladores y sablistas, individuos que perdían la cabeza,
el trabajo y el sueño por estar con los diestros, para tocarlos, hablarles, y luego
contarlo en el barrio o en el figón del que eran asiduos parroquianos y sentir como
propia la gloria de sus ídolos. Por eso, quien los veía allí, en los cafés, oliendo a fama y a muerte, iba luego a la plaza a comprobar si era verdad todo lo que decían. Y élmismo había ido alguna vez, pero no se había entusiasmado tanto como el talador,a pesar de que fue testigo de cómo Diego Mazquiarán, Fortuna, lidio y mató en plenaGran Vía madrileña, en 1.928, a un toro que se había desmandado de la piara cuandola conducían al matadero. “Entró en Madrid por el puente de Segovia –contó–, y por donde pasaba, la gente corría despavorida, asustada, por encontrarse de pronto con un toro como una catedral en plena calle. Nadie sabía lo que hacer, ni donde meterse;las puertas de los edificios estaban llenas de transeuntes asustados, y el toro encampanado en el centro de la calle embistiendo a los papeles y a todo lo que semovía. Yo lo vi desde detrás de una farola, a escasos treinta metros, porque el miedo y la curiosidad me impedían moverme a buscar un lugar más seguro. De pronto
apareció Fortuna, que, quitándose el abrigo que llevaba, se acercó al animal y empezó a torearlo como si de una corrida formal se tratase. ¡Es Fortuna! ¡Es
Fortuna!, gritaban. La gente, al ver al diestro con el toro, salió de las puertas y de los refugios ocasionales que se había buscado y empezaron a decirles oles y a
ovacionarle cada pase que daba. En un momento, el matador mandó a alguien a que
le trajera su estoque; y cuando se lo trajeron, cuadró al toro, y de una soberbia
estocada dejó al animal muerto en el asfalto. La gente llevó al torero en hombro hasta su casa en medio de una alegría popular como no he visto otra. Así fue, que yo lo vi.”

La madre, por su parte, aunque estaba entusiasmada, se fue a la cocina a preparar la
comida para el niño de la casa, que también, sentado en un taburete de corcho,
escuchaba atentamente.

— Eso es cierto que pasó, que yo lo he leído; y bueno, como os iba diciendo. Lo
que hizo el toro la primera vez lo hizo dos y tres veces más. A la tercera levantó el
caballo por encima de su cabeza, y así lo tuvo unos instantes. Una escultura efímera,
según dijo uno que entendía de eso, y él sabría lo que querría decir. Después, a
caballo y a picador, los tiró de espaldas a la arena y desde los tendidos se elevó un
aplauso fuerte, nervioso, interminable. Cada espectador miraba a su vecino y asentía
con la cabeza; levantaba los brazos en señal de asombro y volvía rápidamente a
aplaudir. Las cuadrillas corrieron a hacer el quite, pero el toro, encelado con el
caballo, al que empujaba en el suelo dándole varias vueltas de campana, no atendía
a los capotes, ¡de fijo que estaba! Y para que no hubiera riesgo para el caballo, puesya el picador se había puesto a salvo, tuvieron que colearlo. ¿Sabéis qué es eso? Pues tirarle de la cola al toro para retirarlo de aquello que lo tiene encelado. Yo, la verdad, pocas veces he visto esto en los toros; ya sabéis, unos no embisten, otros se caen...;cuando no, los toreros que no están finos, que se dejan el duende en la fonda.... En fin: los desastres propios. Pero esta vez, un sólo toro, uno sólo, me ha recompensado de todas las malas tardes que he visto. He comprendido por fin todo este misterio de la tauromaquia: bravura en el toro, y un hombre que sea capaz de lidiarlo bellamente hasta morir. Así de sencillo. Así de terrible. Así de hermoso.

En ese momento llegó la madre desde la cocina con un humeante plato de cocido
para dar de comer al niño de la casa. “Siga, usted, que está muy bonito lo que está
contando; que tiene mucha razón en lo que dice. Ven aquí, hijo, que te coja; que
vamos a escuchar las cosas tan lindas que cuenta este hombre.” Ya había una botella
de vino y unos vasos sobre un poyete: un aperitivo, pues era la hora de comer. El
“comentarista taurino” ocasional hizo un descanso en su tala y poda y se apropió de
un vaso. La madre empezó a meter cucharadas en la boca del niño, que ni rechistaba
ni se negaba. Estaba poco menos que embelesado, y nadie se daba cuenta de ello.
¡Aquel rayo...!

—Pero ahí no termina la cosa. Luego vino el torero, que es ese hombre al que me
refiero, y brindó a la plaza; después le hizo a ese toro en los medios la mejor faena
de muleta que haya visto nadie. Lo llamó, porque lo tenía un peón junto a un
burladero mientras él hacia el brindis, y acudió el toro veloz a la llamada. Lo recogió como alguien puede recoger un regalo precioso y frágil que le lanzaran desde lejos: adelantando la muleta como si de una red se tratara, y una vez el animal dentro de ella, bajarle la mano para aminorar su velocidad en un prodigio de técnica, y dejarlo suavemente a su lado, sin ser molestado apenas. La carrera del toro se paró en seco y quedó en suerte, preparado para el siguiente pase quiero decir, que realizó el espada haciendo coincidir al mismo tiempo el movimiento del brazo y la muleta al movimiento y velocidad del toro, que era ya suave y armoniosa como había querido el torero que fuese, tras su inteligente toreo de capa; porque el torero se dio cuenta de lo que el toro era nada mas verlo acudir a los primeros lances. El animalito obedecía ciegamente a todo lo que el torero le ordenaba con la muleta. ¡Y qué bien lo hacían; que bien se reunían en cada suerte, apretándose y ciñéndose cada vez más, hasta que el torero vaciaba aquella embestida, aquella bravura, en un pase de pecho barriéndole los lomos al toro de pitón a rabo! ¡Y sin un movimiento innecesario y feo! Todo medido; porque el toro quedaba donde quería el torero; porque iba donde quería el torero... Eso es el temple, y el mando, como se dice ahora. El animal humillaba la cabeza y perseguía el trapo cada vez que era citado, bien con la mano derecha, bien con la izquierda, en cualquier tipo de suerte que el torero quisiera realizar. ¡Y realizó las fundamentales y las de adornos! ¡Las que quiso y las veces que quiso! Aquello parecía no tener fin. Y Edelmiro el talador imitaba cuanto había visto hacer al torero: se ponía de frente, de perfil, de rodillas..., y hacía molinetes, trincheras, kikirikíes, todas las suertes que la Tauromaquia de Pepe-Illo o de Paquiro o de cualquier otro espada han
creado para el embellecimiento de la lidia de los toros bravos. Y al mismo tiempo,
narraba con énfasis y casi sin respiro.

— De vez en cuando el torero se alejaba del toro y recibía las ovaciones de las
gentes, que entusiasmadas querían que siguiera toreando. Y él siguió en los medios,
toreando en redondo y al natural, sin descanso; y el toro embistiendo sin parar. Era
la locura. Y allí mismo lo recibió con una gran estocada. En los tendido no se movía
una pestaña cuando el torero se perfiló. La bandera se quedó quietecita, y los
vencejos y las golondrinas que nos sobrevolaban, se retiraron a sus nidos hasta que
la espada se hundió en la cruz del toro como un rayo en la noche, lo digo por el brillo de la espada y el pelaje del toro. Luego volvieron a salir, con los aplausos, como para recibir el alma del toro y llevársela volando; por lo menos eso decían unos
espectadores cuando salían de la plaza, que yo de eso no entiendo. No tardó en morir
el toro, pero hasta ese último momento quería embestir y coger la muleta; y en su
momento final, en su postrera arrancada, llegó con el hocico a tocar la muleta que
el torero le mostraba. Así murió: tocando la muleta con su hocico y a los pies de su
matador. En el arrastre, cuando el cuerpo sin vida del toro pasó por el lugar donde
el torero se refrescaba, las cuadrillas, fuera del callejón, aplaudieron; y el torero, destocado y con la montera junto al corazón, en señal de respeto, agachó la cabeza ceremonioso.—Y Edelmiro el talador se quitó su boina, se la apretó en el pecho, junto al corazón; juntó los pies e inclinó suavemente la cabeza hacia adelante. Como lo que acababa de decir, como si los restos de la palmera que estaban en el suelo fuesen los restos del toro. ¡Se sintió torero en ese momento!— ¡Qué emocionante! Cuando salimos, todo el mundo iba hablando del toro, y de cómo se arrancaba, y de la faena del torero. Yo me fijé, y todos iban como toreando, moviendo la mano izquierda lo mismito que el torero había hecho antes, así, y así, y así.... Si un extranjero hubiera visto aquel movimiento de brazos que llevaba el personal, calle arriba o calle abajo, hubiera pensado... ¡qué se yo qué hubiera pensado! ¡Qué estábamos todos locos de remate!

La pasión narradora del talador fue inundando lentamente todo el espacio que abarcaba su voz. Primero se derramaba de sus labio a borbotones, bajaba por su
cuerpo hasta el suelo y desde allí se expandía por todo el patio, como un ser
vaporoso que inundase todo cuanto estaba a su alcance, y subía por las paredes y los
muros. En los aleros de los tejados, los gorriones que habían sido inquilinos de la
palmera, parecían también estar con el ánimo suspendido, porque no se movían ni
levantaban el vuelo, sólo giraban la cabeza de un lado para otro quizá estupefacto al
ver a aquella criatura que hacía revivir cuanto vio en la corrida de toros. Edelmiro
abría la palma de la mano, extendía el brazo como citando al toro y recogía el aire
que en su lugar estaba, en un natural de ensueño. Y así uno, y otro, y otro, hasta
culminar con el de pecho en una contorsión del cuerpo graciosa, por quien la daba,
pero torerísima. Luego, al final, se perfiló con una puntiaguda hoja de palmera a
modo de estoque ante una planta de costilla de Adán, y en esa posición levantó los
talones varias veces. Los espectadores estaban en silencio, inmóviles, quizá poseídos
de una incredulidad paralizante. La madre, que ya había dado de comer al niño de
la casa, o estaba en las últimas, se quedó con una cucharada en el aire; el niño, quizá con la boca llena todavía de la anterior, permanecía boquiabierto. En un momento, aquella estatua, móvil solamente en lo vertical, giró sobre las puntas de los pies, arqueó la rodilla izquierda, dijo ¡ehe, toro!, dio unos pasos hacia adelante y hundió la hoja de la palmera en la hoja de la costilla de Adán.Se produjo un momento de silencio, de estupefacción, de escena de teatro de lo absurdo, pero rápidamente todos aplaudieron con sinceridad. Y el talador los agradeció saludando como los toreros, pero un rubor casi infantil inesperado le sacó de su quimera y le hizo volver al trabajo. En la faena de gestos eso faltaba, la estocada, y eso hizo. La faena había terminado.

—A ver, niños, quitaos de ahí, no os vaya a dar un golpe. ¿Por qué no estaréis
tranquilitos, sentados, como este? Bueno, me parece que ya el trabajo está más que
hecho. Me voy a terminar el vaso y a marcharme, que la parienta no sabe dónde estoy y me la forma cuando llego a casa a las mil y quinientas.

A todos les traspasó el alma aquellas vivencias tan fielmente transmitida. Y a
algunos se le quedó dentro para siempre. Se comieron entre todos los vecinos las
hojuelas de la palmera y los tallos blandos, que dejaron, después de la comilona, un
regusto dulzón en la boca. Pero al mismo tiempo se dieron cuenta de que algo faltaba, algo que había estado allí durante mucho tiempo y que formaba parte de la
vida familiar no se volvería a ver ni a gozar de su sombra. Algo de la familia se fue
para siempre y no habría forma de recuperar su presencia por más tiempo que pasase.
Sin embargo una nueva visión del patio se mostraba ante los ojos de los presentes.
Podía verse con toda claridad los semilleros de perejil y culantro, los de yerba buena y el terreno donde se sembraban los ajos en su tiempo, desde todo el perímetro del amplio patio. El cielo, que justo allí antes fue verde, enseñaba ahora soberbio un azul limpísimo; y el sol, que en muchos años no había conseguido tocar con sus rayos, por ejemplo, los lebrillos de la colada, obligaba a todos, mientras hablaban, a ponerse la mano en la frente a modo de visera. Todo se insinuaba como prácticamente nuevo.

El sol reinaba ahora donde la sombra había sido soberana antes.

Y al día siguiente, cuando llegó la hora de la comida, el niño de la casa le dijo a
su madre que le contara un cuento de toros y toreros. Y su madre dijo: ...y fue tanto lo que embistió y correteó, como jugando, a los perros que le ladraban, que estos y el novillo Lombardito salieron de la dehesa sin que los vaqueros y mayorales se dieran cuenta. Tomaron todos el camino del pueblo, junto al riachuelo donde las mujeres lavan la ropa; y unas veces subiendo las empinadas laderas donde se cría la encina y se engordan los cerdos, y otras bajando por los caminos donde florece la caléndula y el jaramago, llegaron hasta el recodo del arroyo donde las zarzas dieron cobijo al novillo cuando nació, ¿te acuerdas?

Toda la noche estuvo la vaca madre mugiendo entristecida porque su retoño no
podía salir de aquella tela de araña espinosa donde había caído. La noche se llenó
de lamentos, y el mayoral viejo, presintiendo que algo pasaba, se levantó de la cama
donde ya descansaba después de agotadoras faenas de tienta o de herraje. Cogió la
garrocha de majagua y subió en el caballo alazán que siempre tenía ensillado, y en
mitad de la noche partió hacia el lugar de donde provenían los sonidos.

Antes de que llegara, la vaca mugió con más fuerza, correteó por el perfil de la
loma donde había subido para hacerse ver desde lejos, pues su figura se recortaba
sobre el cielo, y golpeó con fuerza los cascos contra el suelo para llamar, animalito, la atención del mayoral, cuya presencia ya había notado. Lo acercó con breves carreras al lugar donde su hijo estaba, y se alejó de él para que hombre y caballo no sintieran el peligro de una vaca recién parida, que son muy celosas y embisten a todo lo que creen que puede hacerle daño a su cría. Como aquella que corneó al ganadero que se acercó a ver la primera cría berrenda en colorao que nacía en su camada, toda de pelo negro mulato. La vaca acosó al caballo, que no pudo eludir
la embestida, y derribó a su jinete, y en el suelo, le dio una cornada que casi le parte el alma. O aquella otra, que embestía a las mariposas que revoloteaban junto a su ternero recién nacido y todavía con los sebos cubriéndole. Y otras muchas, que
cuentan los vaqueros en las tabernas.

Pues la madre de Lombardito no sólo no embistió, si no que se alejó del lugar
para que el mayoral pudiera rescatar a su cría; y cuando este lo hizo, no sin recibir
acosones de su aún tierna bravura, y la vaca vio a su retoño entre sus piernas
retozando y mamando ileso, reburdeó de contenta y agradecida. Los que antes
oímos los tristes mugidos, ahora oíamos los nuevos totalmente distintos: eran
mugidos de alegría. ¡Qué bien sonaban en la noche de la dehesa!

Y aquel día, en el que Lombardito, el novillo cárdeno, y los perros se escaparon
del cortijo, las mujeres del pueblo decidieron ir a lavar al arroyo que junto a la
alambrada de la ganadería estaba. Y hacia allí fueron en fila, con sus canastas de
caña llenas de ropa en la cabeza y con sus tablas de lavar bajo el brazo, entremezclando canciones populares y risas, por un camino que discurre junto a las
piedras de los cercados, hasta los remansos que forma el arroyuelo que baja
presuroso desde las lomas cercanas. Cada una lleva la colada de su casa, y
arrodilladas junto al agua que corre abundante, la enjabonan y restriegan,
escurren y aclaran para tenderla sobre las hierbas del suelo, sobre los alambres de
un vallado o encima de altas piedras, que también abundan. Están todas tan
enfrascadas en sus faenas que no se dan cuenta de la presencia de la manada de toros, que vigilada por los vaqueros y mayorales, corretea libremente por la dehesa,
y deben ser avisadas por uno de ellos para que se refugien tras las piedras o se
encaramen en alguna de ellas, que las había grandes como gigantes, hasta que
pasen los toros y los cabestros. «¡Muchachas, muchachas: escóndanse en esas
piedras y no se muevan, no sea que algún toro se desmande!”, gritaban los
vaqueros.

Subidas en las rocas, sin quitar la ropa del suelo donde se seca, las mujeres
observan la manada que pasa. Allí van con sus garrochas y sus trajes cortos, los
vaqueros a caballo; allí van con sus grandes cencerros, los berrendos cabestros;
allí, los novillos juguetones y, por último, los toros que se van a lidiar: poderosos, fuertes, tremendos en sus cornamentas y en sus hechuras. Los hay también negros zainos, mulatos y azabaches; salpicaos, retintos y coloraos, y los que son sardos y flor de melocotón caminan pastueños al final, con otros mayorales que los vigilan.

El campo se ha convertido en un clamor porque pasan los toros, los magníficos
toros de España, y en alguna parte estarán naciendo los toreros que los lidien y los
maten; a estos o a otros como estos. Seguro, porque donde siempre haya toros
bravos siempre tiene que haber toreros.

Ya avisan los mayorales a las mujeres que pueden salir y seguir lavando, que el
peligro ya ha pasado. Y vuelven contentas, atrevidas algunas haciendo muestras de
torear con una toalla a la grupa de los toros que ya van lejos; otras, más temerosas,
se resisten a bajar hasta cerciorarse bien de la ausencia de peligro, lo que provoca
risas y bromas en las demás. El suelo está alfombrado de sábanas, toallas y ropa
blanca. Parece que ha nevado a trechos, porque todo el resto es verde. Y siguen
ellas restregando con jabón verde, y escurriendo, hasta llenar el agua de espumas
y burbujas irisadas, que van corriente abajo como tenues cúpulas que revientan a
trechos, y tendiendo al sol y al aire manteles y camisas. De pronto el grito
desgarrador de una de ellas, que divisa a Lombardito bebiendo en el arroyo, suelto,
más arriba. Corren despavoridas hacia las piedras, y tras ellas y sobre ellas vuelven
a refugiarse. Ningún vaquero a la vista. La manada ya se ha perdido en el horizonte
donde sólo se vislumbra una columna de polvo. Ojalá se vaya pronto el torito. Ojalá
no embista a la ropa. Pero en ese momento, una ráfaga de aire se levanta y mueve
una sábana que estaba tendida en el suelo. Lombardito, como toro bravo que es,
embiste. Y aquello fue Troya: la sábana hecha jirones, las canastas por los aires, las camisas pisoteadas y las toallas vueltas otra vez al agua corriente abajo.
Lombardito embiste a todo; a todo acomete. Parece que se recrea en destruir la
limpia blancura de aquellas prendas. Las mujeres, desde su atalaya defensiva,
contemplan atónitas la escena. Se oyen voces que riñen al novillo, como si este
entendiera algo, por lo que está haciendo, y hasta risas abiertas cuando ven a
Lombardito, que ha lanzado al aire un hato de ropa, con el pijama a rayas del
boticario encima como si fuera una montura: sobre el lomo y con un pernil en cada
costillar. ¡Está gracioso Lombardito! Una toalla le ha caído también sobre su testuz,
¡mira qué cosas pasan!, y como está metido en el agua hasta las corvas, la criada
del boticario dice que se parece a su amo, ¡en todo!, cuando se levanta por las
mañanas y se mete en la bañera. Todas las mujeres ríen de buena gana la picardía
de la sirvienta. El miedo se ha trocado en comicidad.

Por fin oyen los cencerros. Un jinete y dos cabestros han vuelto grupas porque
se han dado cuenta de la falta de Lombardito, y han salido a buscarlo. Lo
encuentran “empijamado” y se lo llevan, no sin antes voltear el novillo cárdeno un
par de canastas y dos pantalones de pana que faltaban en el estropicio. “No se
apuren, muchachas –dice el jinete–, el ganadero pagará las costas de esta
novillada”. Se alejaron arroyo arriba hasta reunirse con la manada y con el novillo
bien arropado por los mansos. Por fin, todas las mujeres bajaron presurosas de las
piedras; y, sin dar tiempo a que otro toro pudiera venir, recogen todo lo que de sano
queda y vuelven a sus casas con una historia más que contar a sus hijos, que, como
tú, la escucharán con mucha atención mientras se comen el plato entero de comida
que le prepara su madre para ponerse grande y fuerte, como un hombre. ¡Y para
ser torero, si fuera posible.

¡Ah!, pero no te vayas; ven aquí todavía, que aún falta el final. Lombardito fue
lidiado en una plaza del Norte, con cinco años, según contaron los mayorales un día
que le preguntaron. Pero dijeron también que durante su traslado por los caminos
y cañadas hubo que vigilarlo para que no hiciera de las suyas. Y cuentan también
que fue tan noble y bravo que se le perdonó la vida; que mató cinco caballos y que
tomó doce varas recargando, y que desde que salió de los chiqueros hasta que volvió
a ellos embistió con la misma bravura y nobleza. Como embistió aquel día a las
canastas de la ropa y a las sábanas que estaban tendidas en la hierba del arroyo,
cuando las mujeres del pueblo hacían la colada. Fue padre de muchos hijos, que
dieron prestigio a la ganadería y fama a los diestros que los lidiaron, pero ninguno
fue de tan feliz recuerdo como el novillo cárdeno que se “puso” un pijama a rayas.



Los Corrales, 23 de mayo de 1998.

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